Solemos decir que la mejores manos en repostería tradicional son las de nuestras abuelas, que conocen de antiguo las recetas, pues las han trabajado a lo largo de su vida y con ellas hicieron disfrutar a hijos y nietos. Pero en ese mundillo propio donde se cocina por amor, solo las monjas de los conventos, dedicadas a sus obradores, superan a esas habilidosas abuelas.
Por su elección, las monjas de clausura viven en un ámbito recoleto donde el tiempo carece de valor, donde la prisa no existe. En sus monasterios y conventos, de laudes a completas, han conjugado desde antaño oración y trabajo manual. Ya fuera en bordados como en repostería, su trabajo artesanal es primoroso y exquisito.
Será eso lo que explique que sean tan conocidas unas religiosas a las que nadie ve, como son apreciados sus productos, sin ser ofrecidos tras luminosos escaparates, sino tras el Ave María Purísima en el giro de un torno.
¡Y están tan buenos los dulces de los conventos! ¡Y son tan de nuestra tierra! Esos mazapanes, polvorones, piñonadas, tocinillos, tortas de aceite, y las yemas de San Leandro, las tortas de Alcalá de las clarisas, la torta real de las dominicas, las mermeladas de Santa Paula, las sultanas, los roscos de vino, los pestiños, las magdalenas, las perrunillas... ¡qué maravilla!
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